Muchas veces nos metemos nosotros solitos en el meollo de esperar que otra persona nos de el bienestar que no nos vemos capaces de encontrar por nosotros mismos: Buscamos cariño, aprecio, atención.
Intento que otra persona me llene con aquello que me falta. Si tengo la sensación de soledad, intento que la otra persona me quite esa soledad, que me reconforte con su presencia, con su tacto. Si me siento vacío, que la otra persona me dé sentido. Si me siento triste, que la otra persona me dé alegría. Espero que la otra persona me supla la carencia con la cual camino por la vida.
Para conseguir eso, estoy dispuesto a entregarlo todo: Mi tiempo, mi libertad, mi energía, mis sueños.
Obviamente, la otra persona, a parte de no poder cumplir con tan altas expectativas, se agobia con tal dependencia – a no ser que tenga carencias similares, y se complementen. En cual caso la interdependencia es mutua, y cada uno se abandona al otro.
Esto lo hacemos de manera automática, sin tener siquiera conciencia de la carencia.
Sería, pues, interesante, comenzar a investigar esta carencia. No me refiero solamente a ponerle un nombre (“me siento solo, o vacío, o que no valgo“), sino a realmente experimentar cómo es esa carencia en el cuerpo: Qué es lo que crea malestar, nerviosismo, qué es lo que nos incomoda.
El segundo paso consistiría en comenzar a dedicarle tiempo a tal sensación (en vez de automáticamente querer deshacernos de ella – porque, si existe, por algo será, aunque no tengamos ni la más remota idea de por qué). Dedicarle tiempo quiere decir observarla con curiosidad, atrevernos a “darle espacio“, a entregarnos a tan extraña experiencia – sin creernos todo aquello horrible que nuestra mente produce cuando percibe tales sensaciones.